jueves, 18 de junio de 2009

De visita en la prisión de Bangkok

El fotoperiodista Kevin Carter se suicidó en 1994, un año después de ganar el premio Pulitzer de fotografía por la conocida imagen de la niña sudanesa postrada unos metros delante de un buitre. Carter tuvo la muerte dulce, la producida por dióxido de carbono. Uno se va quedando dormido y el gas termina ahogándolo. En la nota de despedida, el fotógrafo decía que le acosaban las deudas y que veía imágenes de niños hambrientos y cadáveres.



Aparte de los escrúpulos morales ante la intencionalidad de la famosa fotografía, su muerte abrió el debate sobre la responsabilidad del periodista. ¿Debemos ser meros observadores de los hechos que presenciamos o debemos intervenir para cambiarlos, en caso de que se trate de injusticias?

El pasado lunes acompañé a un grupo de voluntarias a la prisión Klong Prem de Bangkok, donde semanalmente realizan visitas a varios reclusos peruanos y colombianos. El grupo estaba compuesto por tres francesas y una portuguesa, esposas de expatriados en Tailandia, y una peruana residente en Suiza que se encuentra en Bangkok para recibir un tratamiento médico. Todas hablan español.

Resultó sorprendentemente fácil entrar en la cárcel y visitar a los presos. Sólo tienes que entregar una fotocopia de tu pasaporte y apuntar el nombre del recluso que quieres visitar. Las cárceles tailandesas están superpobladas, con más de 60 reclusos en celdas de 30 metros cuadrados. El régimen alimentario se limita a un poco de arroz y sopa de pescado. La asistencia médica es nimia. Si no recibes ayuda exterior, la vida carcelaria es casi un suicidio.

La mayor parte de los colombianos está presa por delitos de robo, con penas que oscilan entre los tres y los cinco años; mientras que casi todos los peruanos, incluidas cuatro mujeres, son mulas utilizados por los narcotraficantes para transportar cocaína. Ninguno de ellos recibe apenas visitas ni ayuda del exterior. Los peruanos condenados por droga están más desamparados; los que roban suelen tener la complicidad de las bandas, su respaldo tras las torres vigía y en la vida criminal.

Su alegría es manifiesta cuando ven al grupo de voluntarias, son sus ángeles custodios. Les compran comida y otros artículos de primera necesidad. Pero lo más importante es que pueden conversar con ellas, les cuentan sus muchas penas y pocas alegrías. Han llegado a trabar una relación especial a través de confidencias. Anne, quien comenzó estas visitas a la cárcel hace dos años, llegó a compartir una hora con uno de ellos en una habitación a solas.

Juan Carlos, un preso colombiano, le ha contado un sinfín de anécdotas de la cárcel. Como el "Día de las Reinas", en el que los funcionarios permiten la entrada de los transexuales en la sección de hombres para que puedan mantener relaciones sexuales a cambio de dinero.

Yo estuve conversando con Elisabeth, una mujer peruana condenada a 12 años por intentar introducir en Tailandia un kilogramo de cocaína que transportaba en su estómago. Me dijo que no necesitaba nada sino saber que sus hijos están bien en Perú. Un cristal nos separaba a los visitantes de los presos. Su voz apenas se escuchaba a través de la rendija, la mayor parte del tiempo ahogada por la cacofonía que creaban las otras conversaciones en la alargada sala. "No necesito nada", me dijo.

Carlos Jesús, otro peruano, me pareció simpático, pero recelo de su astucia. Me aseguraba que fue víctima de una trampa. Que le metieron la droga en la maleta. "Hermano, ayúdame a escribirle una carta al rey para que me rebaje la pena. Que me han caído 14 años por declararme inocente. ¿Lo puedes creer? Si me hubiera declarado culpable me hubiera caído la mitad de años". Le prometí que le enviaría un libro de Vargas Llosa. "La fiesta del Chivo", creo que le gustará.

Finalmente, visité a Sydney, un peruano condenado por tráfico de drogas. Se encuentra en el hospital porque padece un cáncer de huesos. "No tengo los diez dólares que cuesta el tratamiento. Son diez dólares por semana". Me contó que andaba sin camiseta. La que llevaba se la habían prestado para aparecer decente en la entrevista. En la tienda de la prisión, le compré tres camisetas, unas chanclas y un postre elaborado con arroz y mango.

¿Acabó esta historia para mi cuando publiqué la historia? Casi. Todavía tengo que enviarles los libros que prometí. Pronto no serán más que otra de mis notas guardadas en mi ordenador bajo el nombre de "prisioneros latinos en Bangkok".

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