viernes, 20 de marzo de 2009

Esclavizados por las cámaras de fotos

Todo buen turista viaja con una cámara; a veces con dos, una de vídeo y otra de fotografía. En la era analógica, las imágenes terminaban en instantáneas de papel que mi madre se empeñaba en mostrarme y comentarme una y otra vez. La mayoría eran malas, pero tengo que reconocer que muchas de ellas habían conseguido atrapar momentos entrañables en las cataratas de Iguazú, en Montmartre o en Rio de Janeiro. En estos días, la tecnología digital nos permite disparar 300 fotografías, que luego olvidaremos en alguna carpeta de nuestro ordenador.
Lo peor de todo esto es que vislumbramos los monumentos o parajes naturales a través del objetivo. Su alzamos la vista, nuestros ojos se entornan como los de un topo, poco acostumbrado a la luz natural. La realidad pierde interés sin la máquina que retrata.
Los japoneses han exportado universalmente la manía de fotografiar compulsivamente hasta la más remota columna.
En Luang Prabang, Laos, dejé la cámara en el hostal (y no me la robaron):

El sol se pone parapetado tras la gran nube de humo que envuelve Luang Prabang. Lo colores se apagan lentamente. Pronto el misterio te envuelve las calles nocturna, donde serpientes y mariposas de tenues bombillas revolotean en la penumbra. No hacen falta fotos para ver esto. Imagínalo. Asciendo al templo. Sombras naranjas deambulan por entre los árboles. Sus cabezas rapadas destellan en la oscuridad. Un foco de luz magnifica el edificio sagrado, cuyos tejados se dejan caer hasta el suelo, como perezosos.
Los pilares, corintios. Los macizos muros me parecen casi románicos. Distintas formas de creer bajo una misma espiritualidad.
Una lechuza -así me los parece- ulula detrás de la maleza. Los grillos y batracios entonan una serenata de chirría y croa.
La oscuridad, donde las cosas de funden, es un buen lugar para recordar. Las ciudades modernas nos ciegan con sus luces de día y de noche. Lo japoneses hacen como los cortijos andaluces en el verano. ¡Cierra puertas y ventanas! Fresca penumbra.
He encontrado pocas banderas comunistas en Luang Prabang. Las hoces y martillos sobre rojo no van con el aire colonial de las casas de madera pintadas de marrones, ocres y blancos. El Mediterráneo se asoma en esta perla asiática, lugar de retiro de los colonialistas franceses. Cuna del espíritu y de la olvidada Corona laosiana. Setecientos años de historia.
Tampoco veo muchos frangipanis, la flor emblema nacional. Parece que prefieren la versión de plástico, inmarchitable.
Vino de arroz, bolsos y camisetas en el mercado. Hoy no hay ardillas y topos, dulce manjar. Una ordenada hilera de túnicas naranjas (¿o azafrán?) avanza por entre los puestos en el suelo.
"No mires atrás o romperán el sagrado orden"
¿Quién necesita terapias si se puede deambular sin fin? Las calles invitan al paseo sin las ínfulas de las bellas avenidas romanas y parisienses.
El río Mekong, repleto de historias de guerras y opio, abraza la ciudad tranquila, asentada sobre un meandro. Siempre me han gustado los rincones, donde te puedes acurrucar y ponerte a observar tranquilamente.
Y venga con confundir a los laosianos con los vietnamitas. Será porque ambos son comunistas..., y también capitalistas ahora. En el fondo la raza asiática nunca ha dejado de ser comerciante. Vanos sueños de Mao y Ho Chi Minh. Del laosiano, ni recuerdo el nombre.
Los laosianos no sonríen mucho, pero son amables. Gente sencilla, parientes cercanos de los tailandeses. También comen Tom Yum o sopa picante de gambas. El arroz glutinoso me cuentan que es originario de Laos.
En febrero y marzo, Luang Prabang huele a chimenea. Me recuerda a las Navidades en casa. A la dichosa chimenea le da por escupirnos los humos a la cara. Aquí, los agricultores queman las hierbas. Limpian la tierra antes de plantar el arroz. El monzón no tardará en llegar.
-Por las mañanas, esta ciudad parece Londres cuando cae la niebla-, me dijo un británico (perdón, inglés).
El viento sopla fresco y condescendiente. Los bares cierran pronto. Los mochileros se van a los albergues. Unos dormirán y otros fumarán a escondidas la psicodélica marihuana local.
Esto lo escribí en un papel de cuaderno. Como cuando tenía 13, 14 o 15 años. ¡Qué poco he cambiado!

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